Ruta San Esteban de la Sierra – Valero

Próximos entre sí e incomunicados directamente por vía rodada, San Esteban y Valero se han relacionado históricamente a través del “camino”, un camino hacia el esfuerzo y la subsistencia difícil de apreciar en toda su belleza cuando el paisaje era trabajo para vivir y no disfrute de los sentidos. Hoy, la sociedad del ocio, descubre en este itinerario en la provincia de Salamanca un bellísimo mosaico de naturaleza e historiaque no deja indiferente a ningún viandante.

Ruta senderismo San Esteban de la Sierra – Valero en Salamanca

Dicen los propios del lugar: “La distancia es de una legua y el recorrido tuerto, muy tuerto”. Aquí, para indicar que el trazado o la caligrafía no sigue la línea recta, es común la expresión: “Esto es más tuerto que el camino de Valero”.

Iniciamos el itinerario en el borde inferior de San Esteban. A nuestra espalda queda un núcleo en cuesta de perfil similar al de otros de la Sierra de Francia, calles empinadas donde ejercitar las piernas y la respiración, casas para mirar hacia lo alto, descubrir las tabiqueras de adobe, tejas en las fachadas, los balcones o solanas y los aleros salientes.

Junto a nosotros, en este extremo del pueblo, un armónico rincón, la Fuente Abajo o las Fuentes de Abajo, ya que son dos las que alumbran en el lugar. Una de las fuentes alimenta el pilar y la poza; la otra, una pequeña pila granítica, tradicional lavadero de nueces. En la actualidad todas las aguas son aprovechadas para el riego de pequeños huertos del vecindario. Tiempo atrás su uso fue mayor, tanto para el consumo en las casas como para abrevar la abundante ganadería mular. Restaurado recientemente el conjunto, se han preservado las abovedadas construcciones y el firme del regato donde se concentran en tiempos de lluvia la mayor parte de las aguas de la población. A uno y otro lado del camino sorprenden los espléndidos laureles, siempre verdes y de uso generalizado en los platos serranos.

Se inicia el descenso hacia el río por un camino amplio, en parte empedrado. Discurre éste entre paredes que acotan y sujetan la tierra del minifundio de huerta, del viñedo y el frutal. Sin duda alguna, estas diminutas parcelas están entre las más intensamente trabajadas de la localidad. A la derecha del camino no pasarán inadvertidos los viejísimos olivos, uno de ellos tan horadado y escasamente sujeto a tierra que parece aérea escultura.

Antes de llegar a la primera bifurcación, una gran losa de granito sirve de dintel a la puerta que da acceso a varios huertos. La herrumbrosa verja parece haber resistido el paso del tiempo y seguir cumpliendo la misión de mantener protegida la privada propiedad.

Giramos hacia la izquierda para dirigirnos hasta el mal llamado “puente romano”. Antes, pasaremos un pequeño pontón elevado en el regato que recoge el caudal de la vertiente de San Esteban y junto a la piedra que marca el nivel alcanzado por el Alagón en la mayor avenida conocida.

Como preludio de paisaje donde confluyen diferentes litologías (granitos y pizarras), el puente sobre el Alagón se adorna de unas y otras piedras aunque la estructura principal de sus cuatro arcos sea de sillares de granito. Se trata de un puente ligeramente elevado en la zona central y con suave serpenteo Sureste -Noroeste. Acerca del mismo nos dice Madoz que es obra del “año 1388, a juzgar por este número que aparece grabado en una de sus piedras principales, y en uno de sus cuatro arcos; es de piedra, bastante elevado, cincuenta pasos de largo y cinco de ancho, con sus pretiles hasta el pecho de un hombre”. Bajo el arco principal la erosión fluvial ha dejado su impronta en hermosos pilancones, algunos de ellos colgados por encima de la corriente. Aguas arriba, los bosques de ribera engalanan un tramo del río, sobresaliendo la galería de alisos. Aguas abajo, lisos y duros canchales forman el salto del Chorrero.

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Desde el puente contemplamos la piramidal imagen del Pico Tiriñuelo, otrora abancalado y cultivado hasta la cima. Aunque permanecen esmerados cultivos en terrazas otros han desaparecido y al compás del abandono, las leyes de la naturaleza poco a poco han impuesto a viejos y nuevos dueños, plantas autóctonas y otras que han surgido tras la intervención humana.

Al salir del puente, el camino correcto es el de la izquierda que pasa junto a las ruinas de un “pote”, lugar destinado en el pasado a la fabricación de aguardientes y alcoholes. El camino que asciende por encima del que nosotros tomamos conduce hasta San Miguel de Valero. Es el llamado Atajo.

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Pronto encontramos un pequeño arroyo al que se conoce como regato del Arroyo o simplemente El Arroyo. De nuevo un pontón de un solo ojo con pretiles en parte restaurados. La corriente, como la del Alagón, sufre los rigores de estío y la pérdida de caudal, de tal forma que puede verse a veces completamente seco. Fresnos, mimbres, cicuta y maraña se adueñan de orillas y parte del cauce. Es la colonización que busca las aguas y apura hasta la última gota. Tiempo atrás, en cualquier época del año, era frecuente la imagen de la mujer reclinada sobre las aguas lavando las ropas del hogar. Utilizaba el jabón hecho en casa y secaba las prendas al sol, encima de las piedras o sobre el matorral de espinos y carrascas. Dura tarea ésta si tenemos en cuenta que además del lavado, el frío o el calor y peso de la ropa era necesario cargar con la tajuela y los barreños de zinc o las banastas de tiras de castaño.

Desde aquí, el color de la tierra pasa a ser ocre ferruginoso. Diferente es también la dureza, la textura, el crecimiento de plantas y hasta el aprovechamiento del hombre. El camino asciende por cuesta llevadera dejando en el fondo huertos protegidos por las paredes de lo que fueran otros más viejos “potes”. Una pesquera, la Pesquera de Abajo, apenas se percibe entre el verdor del bosque galería.

Llegamos a un tramo de camino empedrado, con cortes de agua para evitar abarrancamientos. En este escabroso escenario, ciclópeos bloques forman las paredes que sujetan la artificial ruta de la que dice el Padre Morán que estamos ante un camino de la prehistoria.

El Alagón toma un giro de noventa grados bajo el Monte de El Salto, curioso topónimo de origen romano, saltus-us, cuyo significado es precisamente “monte”. Ruinas de un molino, un charco llamado Molino y otro Nogal son parte del panorama a nuestros pies.

Seguimos ascendiendo por la “Cuesta del Cancho”, tan protegida y bien orientada al naciente que es una delicia en las mañanas soleadas de las estaciones intermedias. A trechos el empedrado está bien conservado. Quizá todavía perduran las últimas reparaciones de aquel hacendoso hombre llamado Fulgencio y cuyo trabajo dejó huella en el monte del Cancho. Hablan de que pocos movieron tantas piedras como él.

Jaras pegajosas y algunas plantas aromáticas nos acompañan a través del más delicioso itinerario, seductor en todo momento, especialmente cuando llega la primavera.

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Lejos quedan los tiempos en los que las jaras de la cuesta alimentaban potes y panaderías. Más cerca pero olvidado por muchos, las estaciones del año en las que las cabras abrían trochas entre el matorral y los hombres cortaban haces de encina, quejigo, olivo y alcornoque para el alimento caprino en las cuadras. Las caballerías cargadas con banastos, serones, costales o aguaderas, frecuentes hasta cerca del siglo XXI, también han dejado de transitar por estos caminos. El excursionista con la mochila a cuestas ha tomado el relevo.

A punto de acabar la pendiente, nos encontramos a altitud similar a la de la población de San Esteban. El horizonte se amplía y nuestra vista alcanza hasta la ingente mole nevada de la Sierra de Béjar.

El camino tuerce hacia la derecha al unísono de la topografía y la corriente del río. Una nueva perspectiva se abre ante nosotros. La vertiente opuesta del Alagón es una umbrosa fronda donde sobresale el bosque de castaños entre quejigos, algunos robles y un denso matorral de madroñeras, durillos, arces… Mirando hacia el fondo, siguiendo el curso del camino, frente a redondeces orográficas, destacan los aserrados Canchales de la Palla y la singularidad pétrea de la Peña de Francia ¡Qué estupenda imagen!

El camino de tierra, estrecho y rodeado de matorral, pronto empezará a descender con suavidad. La ruta acertada es clara. La senda que surge a la derecha se ha ido cerrando en los últimos años y dificulta la ascensión al Pico del Cancho, uno de los mejores miradores de San Esteban y entorno.

Cualquier caminante percibe que la senda seguida deja a uno y otro lado paisajes intensamente humanizados desde tiempo inmemorial. Toda esta abrigada ladera fue aterrazada desde el río, dibujando una enorme escalinata que llegaba hasta el mismo pico del Cancho. Pocos bancales se salvan del abandono; tan sólo algún cuidado olivar se mantiene entre tantos paredones cubiertos de jaras, quejigos, madroñeras, torviscos, espinos y un sinfín de especies. Algunas vides y olivos se resisten ante tanto invasor y extienden alargados sarmientos o expanden la abandonada aceituna de la que surgen pequeños acehuches.

Llegados a una sinuosidad profunda a partir de la cual se vuelve a empinar la senda (Hoyo Gitano), el bosque se ha hecho el señor de algunos de los mejores campos del pasado. Nada permite adivinar el aprovechamiento del agua y el terrazgo en los bancales entre tanto quejigo y hojaranzo que pueblan la escena. Tiene este paisaje una especial belleza; huele a verde y tierra con la lluvia; a violeta, brezo y delicado narciso entre febrero y marzo. En el Hoyo Gitano, la densa vegetación impide ver más allá. Es un trozo de naturaleza cerrado, hozado por una cada vez mayor prole de jabalíes y paraíso para el anidamiento de aves.

A poca distancia, un pequeño bosque de encinas forma una bóveda arbórea sobre el camino. Este regalo de la naturaleza es de gran alivio cuando se hace la ruta a pleno sol en los días calurosos. Pronto, el horizonte se expande y vemos el serpenteo del río, las repoblaciones de eucaliptos y pinos de la Sierra y también los Canchales de la Huanfría. No faltan las paredes de pizarra a nuestro paso ni tampoco los restos de olivares, olvidados en los últimos años.

Nos acercamos al regato la Birrienga (para los habitantes de San Esteban, Valdecabras). Los huertos que, tan profusamente se cultivaron hasta hace poco, se han dejado perder. Fruto del esfuerzo y la necesidad fueron esas arriesgadas paredes que de manera artificial crearon un espacio para el cultivo. Las aguas del regato corren limpias y salvo en lo más caluroso del estío pueden servir para saciar la sed del caminante. En la parte inferior de los huertos, zona de no sencillo acceso, cuando el caudal del regato es abundante se forma una bella cascada, donde entre el rumor de las aguas y el esplendor de la naturaleza es posible pasar el tiempo sin nada en que pensar.

En el repecho del camino hacia las Majadas, nuevamente divisamos San Esteban y las nieves de la Sierra de Béjar. También un tramo de río bellísimo, Las Vaderas, impresionante por el color y el desarrollo arbóreo de la ribera.

Las Majadas, campos de vid y olivo, tierras buenas en medio de tan pobre geografía, han resistido la afrenta de los nuevos tiempos pero parece que, como tantos y tantos lugares, tienen los días contados. Este debió ser lugar aprovechado por el hombre desde tiempos remotos, incluso como asentamiento temporal. Llama la atención un bloque de granito al borde del camino, en medio de litología tan distinta. ¿Desde dónde fue traído y con qué medios? ¿Qué fines cumplió? De intervención humana, más reciente en el tiempo, es la repoblación de pinos del entorno. Esta presencia arbórea no impide que el matorral de jaras y brezos sea dominante en el paisaje. Dispersas madroñeras que durante el otoño e invierno nos regalan flor y fruto a la par nos sorprenden ahora con el maravilloso verde de sus hojas lauriformes.

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Más adelante, a ambos lados del camino y próximos a una senda que sale a la izquierda se contemplan varias piedras alargadas y redondeadas cuya forma y concentración podrían hacernos pensar en obra humana.

El regato Valdecabras, (Birrienga para los naturales de San Esteban) nos aproxima a otra interesante zona humanizada. Algunos frutales, higueras, cerezos y melocotoneros, así como huertos de subsistencia, los hemos visto cultivados hasta hace poco tiempo; otros bancales próximos han corrido la misma suerte de tantos y tantos paisajes a los que la presión humana sacó provecho durante siglos y olvidó con el cambio económico o cuando las fuerzas de la envejecida población comenzaron a menguar.

Discurrimos después por tierras de viejas y redondeadas formas, por suelos esqueléticos de brezos y jaras. El camino no ofrece dificultad y nos permite divisar el Torozo, la “Junta de los Ríos”, la Palla, etc., mientras dirigimos nuestros pasos a Valero siguiendo ya el valle del Quilama, el cristalino río de fragosos escenarios que da nombre a estas tierras y al Parque Natural de las Quilamas¿Será cierto que en algunos de estos espesos matorrales todavía señorea el lobo cerval? Hemos visto a la esquiva cigüeña negra y sabemos de su anidamiento; también vemos a trechos sobrevolar a los buitres y allá en los canchales del fondo es evidente que crían. Huellas de jabalíes se aprecian a menudo, no así la del antes abundante conejo. Dos perdices, ¡qué casualidad¡ han salido al borde del camino.

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Al compás del ritmo viajero, nos asaltan preguntas sobre la historia anónima de hombres y naturaleza en espacios tan singulares y enigmáticos. Probablemente el camino oculta muchos sinsabores, en medio de sutiles satisfacciones ¡Cuánto trabajo de carboneo, pastoreo, de aterrazamiento, de ir y venir cada día al trabajo constante, muchas veces sin remuneración ni fruto alguno¡ ¿Quién recuerda al pastor en las interminables jornadas expuesto a todos los agentes meteorológicos? ¿Quién al constructor sudoroso moviendo tierra y piedra? ¿Cuántos saben de “La Inés y Fernandico” que descalzos y con la cesta como compañera iban a recoger las medicinas a la farmacia de San Esteban?

En contadas ocasiones al año, cuando llegaban las fiestas de San Valero y El Cristo, así como en los días de caza, el regocijo se apoderaba del camino. A pié o en caballerías era la oportunidad de disfrutar y ver, aunque por poco tiempo, un paisaje diferente. La tradición del ir y venir por el camino no se ha perdido totalmente, ahora no por carecer de medios de locomoción sino por reencontrarse con el pasado.

Cabe preguntarse, ¿sintieron quienes tanto trabajaron, la luz, la floración, los olores, los colores, los cambios constantes del relieve, el aire fresco sobre sus rostros, la sombra de la encina o de un canchal, el agua fresca de fuentes o regatos ? Seguro que en el diario esfuerzo hubo un placer callado y nunca escrito ante el olor del cantueso, del orégano o la mejorana; ante la flor del brezo o de la jara; ante el alivio del descanso a la sombra de la encina; ante la sed saciada en una fuente limpia y cuidada. Posiblemente el sentir de las pequeñas cosas, de los continuos cambios de la naturaleza, hizo felices a los hombres que tantas fuerzas dedicaron a tan bella pero pobre y compleja naturaleza. Tal vez el duro medio provocó arraigo y el hombre, sin lugar a donde ir y sin nadie a quien quejarse ni a quien pedir, se hermanó con la naturaleza y así vivió durante siglos. Cuánta huella de la historia en el secular trabajo del serrano, en los caminos empedrados y colgados en el vacío, en los cauces domeñados, en las artesanas paredes, en la diversidad de escaleras de acceso, en esos paredones que sostienen un pie de olivo y cuya tierra probablemente fue transportada a hombros…

Ante la marea humana que transita los caminos también podemos preguntarnos si lo hacen por moda, esnobismo, deporte, si se sienten impregnados de los diversos matices del paisaje, de sus hombres y su historia. Es posible que la historia se repita de otra forma y que el camino del esfuerzo para sobrevivir se haya transformado en camino de peregrinación para huir del mundo urbano y vivir, quizás sobrevivir a la vorágine de los tiempos. Cabe pensar que para el hombre de hoy es como la vía peregrina cuyo significado va más halla del mero deporte.

Es difícil no emocionarse ante tan maravillosas perspectivas, ante cada recodo del camino, ante ese muro de pizarra que sostiene el empedrado de otro empinado sendero de herradura que asciende sin cesar. Es preciso ver y detenerse ante el arriscado paso que tenemos ante nosotros. Grandioso, sin duda, el punto al que hemos llegado. Es un espolón rocoso donde el camino discurre suspendido sobre el abismo que media entre el Cancho de Valero (Balcón de Pilatos) y el curso del río Quilama. Este balcón, protegido por humana intervención, es uno de los más sobrecogedores puntos de nuestro recorrido. Pisamos sobre descarnada piedra que suena a hierro y sobre nosotros se apilan desnudas pizarras. Algunas se tiñen de amarillos líquenes, de tan llamativos colores que resultarían difíciles de imitar por el mejor pintor. En la ladera de enfrente crecen espesos matorrales en increíbles declives y las terrazas protegen cultivos. Al fondo, por un lado, avistamos Valero; por el otro, la Junta de los Ríos y el Torozo¡Qué estupendo sitio para descansar y relajarse con la mirada!

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Nuevamente la protección del suelo con piedras cruzadas en los tramos de descenso, unas veces obra del hombre y otras aprovechando los estratos naturales; caminos de tierra allí donde las fuerzas de la naturaleza tienen menos posibilidades de destruir, donde el bosque de encinas y el matorral preservan el terreno.

En el descenso un pequeño humedal. Un lugar fresco donde los jabalíes se han revolcado y donde sentimos el especial olor de la naturaleza en estado puro. Bajo el camino un precioso encinar de ladera nos detiene de nuevo. Qué cúmulo de sensaciones puede proporcionar tan bravío y estupendo paisaje.

El camino nos conduce hacia nuestro destino sin sobresaltos. Cruzamos un pequeño arroyo, reconducido por el hombre entre paredes. Cruzamos otro totalmente seco. Al lado, bancales de magistral perfección en su ejecución. Son obras de artesanos canteros que sin duda transmitieron conocimientos de generación en generación ¡Son tantas y tan perfectas las paredes existentes!

El espacio agrícola se agranda cerca de Valero. Estupendas viñas, olivos y huertos acompañan nuestros pasos. Al otro lado del Quilama, entre los paredones de los tradicionales cultivos mediterráneos, los cerezos ponen nota distintiva en el paisaje. Algún naranjo, entre frutales y huertos, da mayor variedad al rico escenario humanizado.

Una voluminosa encina nos cobija antes de llegar a la fuente que riega los cuidados huertos y frutales de este entrañable paisaje.

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Estamos en Valero. Hemos llegado hasta su plaza de toros, concurrida mediado el invierno allá por San Valerio. Tal como reza el dicho popular, “el 29 de enero, toro en Valero”. El paso del puente sobre el pequeño arroyo nos lleva a este originalísimo enclave que a pesar de la hostil naturaleza ha sobrevivido a lo largo de la historia y que gracias a su ingenio se ha convertido en el más sabio pastor trashumante de abejas de la geografía serrana.

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Ruta: Camino de Valero.
Provincia: Salamanca
Distancia: 12 kilómetros.
Dificultad: media.
Tiempo estimado: tres horas ida y vuelta.


Este sencillo artículo de Joaquín Berrocal Rosingana es un humilde pero sentido homenaje a cuantos hombres y mujeres han habitado estas tierras, han trabajado como nadie y han legado un patrimonio que poco a poco se oculta a los ojos. Es el reconocimiento hacia tantos y tantos anónimos artífices que no tienen nombre en la historia pero la hicieron domesticando el paisaje y en el ir y el venir del camino.

Texto facilitado por:

Joaquín Berrocal Rosingana
desdefuentesdeabajo.blogspot.com
www.fuentesdeabajo.com